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De "37´6" [Tulia Guisado]



Nada debería existir.
Ni la tierra, ni el fuego,
ni el agua.
Mucho menos el aire,
donde respiran los demás
para dañarme.
Ni la esperanza.
Pero existe.
No hay palabras.
Y existe.

Nada debería alzarse sobre la tierra
y llamarse tierra y ser barro y existir
si a la tierra se regresa
antes de crecer en ella.

Yo no he inventado este dolor,
y sin embargo, trazo cada día
el mapa de la lluvia en el planeta,
y es nuevo, cada día, para mí
el trazo de esta herida, de esta llaga,
que se expande,
que crece
cada día.
Cada día.

–Nunca creíste que fuera tuyo
un dolor tan antiguo, tan usado,
dicen, tan poco original.

Es mío.

Cada día le pongo un nombre nuevo:
lo llamo pie,
lo llamo estómago,
lo llamo rodilla,
lo llamo cabeza,
cansancio, malestar,
canas, cuello, manos, huesos.
Y de todos,
mi favorito es insomnio.
Lo llaman insomnio.
Lo llaman insomnio los enanos.

Y los Hombres Malos.


Los hombres malos

Los hombres malos sudan,
como los lobos y los perros,
y no lo hacen por la lengua,
sino por la sed.

Los hombres malos viven en caracolas
y reducen la enfermedad a los síntomas del miedo.
Nunca hay garantías de nada
pero dicen que todo va a ir bien.
Y duermen. Pueden dormir.

Yo veo la risa de las calaveras.
Y oigo, de sus dientes, el crujido hueco.
No os riáis del llanto de las delicadas amapolas,
que pierden con el aire sus pétalos sangrando,
pero si reís, reíd mientras podáis,
y antes de que alguien, a la fuerza,
os rompa la boca y os la abra
para meteros flores en la garganta
y comprobar que ya tenéis
los dientes amarillos
y un cascabel de acero
haciendo contrapeso
en vuestro centro de equilibrio.
Antes de que alguien os la cierre,
la boca, y selle vuestros labios
y pegue vuestros párpados.
Y ponga tapones en vuestros orificios
para que nada entre, y nada salga.
Ni se escape el alma en forma de excremento.

Reíd, antes de que en vuestras ingles
crezca, como si fuera cierta, la lavanda.
Por ser hombres malos
que no ven, que no sienten,
que trabajan con distancia
para no salir heridos.
Que con distancia aséptica cogen
las pinzas con otras pinzas
y estas pinzas con otras
y estas otras, con otras.
Y con guantes, sobre otros guantes.

Por ser hombres malos,
os quiero condenar,
pero no puedo.


Las mujeres sabias (I)

Yo agradezco el llanto de la rubia del paraguas,
porque entonces ella es un pájaro herido como yo
aprisionado en unas manos como yo
que aprietan su corazón y la asfixian como a mí.
Aunque sea médico. Aunque sea rubia. Aunque sea sabia.

Y agradezco la voz de la pelirroja de las gafas,
porque entonces ella está ahí como yo lo estoy,
y me habla desde arriba y me amenaza, porque estoy,
y no deja que me vaya. Porque aún estoy.

Aquella noche
dos mujeres no durmieron
porque no sabían si habían salvado a alguien de un naufragio
con ahogados en la orilla o matado fríamente a toda una familia.

Te conozco, dolor,
como la palma de la mano
con la que toqué
a mi hijo muerto
la cabeza.

(En ese verso, sólo el dolor es una metáfora.
Y es mala.
Porque el dolor no tiene símil).


El dolor

El dolor.
El dolor existe para los golpes
y para las quemaduras.
Para las caídas, las rupturas,
las muelas (sobre todo las muelas),
los suspensos, las humillaciones,
los fracasos, los esguinces,
las úlceras incluso, las llagas,
y qué decir de la menstruación.
Para todo eso existe el dolor.

A esto, no le hemos puesto nombre.
No lo hay.
No existe.
Y si existiera,
no debería existir.
Como la tierra, el agua, el fuego, la esperanza.


Las mujeres sabias (II)

La realidad es.
Pero a veces, la realidad,
sólo se deja ser.
Y es, sin nosotros.

Y la mujer de pelo rojo
se sienta cada noche junto a mí
en la cama, cada noche, cada noche.
Y me explica con palabras de humanos, con signos lingüísticos
de seres racionales, con enunciados, con todos los niveles del lenguaje:

lo irracional.
Y me explica, como me explicó entonces,
con unas palabras de plomo fundido
que caen sobre mí como espuma de ácido
en las sábanas, como las lágrimas:

lo que pasa.
Y así, dicho por ella, todo lo que pasa, parece normal.

Cada noche.

Y cada noche yo me aprendo la lección.
Asiento, y otra vez doy las gracias.
Cada noche doy las gracias,
aunque nunca sé por qué las doy.

Cuando se van, doy las gracias,
siempre doy las gracias, y nunca
sé por qué. Aún no sé por qué.

Camino en círculo,
porque es lo que hace
quien no quiere llegar a ningún sitio.

Y, si tengo suerte, me duermo.

No hay palabras.
Esto no son palabras.


37´6
Tulia Guisado
Legados Ediciones
España, 2015

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