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De "Clima soleado" [Mauricio Rojas]


Los puños apretados.



I

Santiago parece tragarse a las personas. Desaparecen o las dejas de ver. Y un día te las encuentras, y todo vuelve a aparecer, hay un abrazo y luego nombres que se desprenden como fragmentos de un tiempo en el que solo puedes despedazarte. Eso me pasa seguido, bueno no tanto, porque también nos olvidan y cambiamos. Soy profesor y las generaciones que salen y no vuelven comienzan a ser difusas en la memoria. El caso del Flaco Ramírez es singular porque era un moreno alto y callado, delgado, como hecho para una película de boxeadores latinos o italianos perdidos en la frontera de Estados unidos, envueltos por gangsters y drogas. Aunque era solo una manera de imaginarlo, no estuve tan lejos. Era de esos alumnos que uno podría olvidar apenas cruzan la puerta del colegio graduados. Era un instituto de regularización de años académicos, es decir que hacían dos niveles en uno, los alumnos pasaban por mucho la mayoría de edad y algunos hasta eran mayores que yo. El flaco era buena persona, de los más jóvenes, habría tenido unos veinte y dejaba hacer las clases. Aunque no era un genio, se mantenía al margen y escuchaba, parecía estar entrenado para escuchar, pero no para elaborar una opinión sobre lo escuchado. La mayoría, por plata o problemas conductuales, había dejado la enseñanza regular para trabajar o vagar, y los años los habían hecho ver que era necesario volver, pero solo para un mejor puesto o un mejor salario, que nunca era tanto. Siempre me asignaban los grupos de alumnos de mayor edad, casi todos trabajaban.

Una vez, lo recuerdo con claridad, una de mis alumnas me atajó a la salida de una clase, para hablarme de un trabajo que estaba haciendo con el Flaco, no sé cómo la conversación desembocó en él. El flaco es repobre parece, me dijo, vive en una pieza muy chica que es fría, se la paga un tío. Duerme con los puños apretados, agregó. No quise preguntarle cómo sabía que dormía con los puños apretados y menos preguntarle si se acostaba con él. La escuché y no recuerdo lo que le dije. Pero siempre pasa esto de que hablamos con alumnos de algo que no nos compromete para terminar escuchando una vida entera que se derrumba detrás de esas caras hastiadas e insolentes. Quizá respondí: ¿Y eso es excusa para no traer el trabajo? Esperé cualquier cosa de vuelta y ella, Laura se llamaba, agachó la cabeza y salió. Me arrepentí de habérselo dicho, siempre estaba a la defensiva, en general las respuestas no eran muy cariñosas. El asunto es que me enteré de varias cosas que no venían a cuento, pero que me grabaron al Flaco en la memoria. Imaginé su pieza, la imaginé cerca de esta casona, en estos barrios que me hacían pensar en gente que se escondía, San Francisco, Arturo Prat, los inmigrantes, las drogas, las piezas baratas. Mi imaginación daba para mucho, aunque eso no quiere decir nada. Lo tenía en cuenta, lo miraba en clases, intentaba que le fuese bien. Hablaba bien de él con los otros profesores, aunque al parecer no hacía falta, todos lo tenían en alta estima. Era un tipo afable, pero no muy presente en nuestras vidas.

El Flaco no faltaba. Un día no vino. Me acerqué a Laura y le pregunté: ¿Qué pasa con el Flaco? No sé profe, me dijo, si lo veo hoy, le pregunto, y mañana le digo que onda. Laura sonrió, sentí como un puente que uno lanza a un espacio incierto y del que uno no sabe con qué se puede enfrentar. Y si va a volver cuando lo cruce.

Los días pasaron y Laura también estuvo ausente. Le pregunté a un par de alumnos que pasaba con ella. No supieron decírmelo. Me di cuenta de algo. Ellos no tenían más comunicación que la que podían tener en la sala, en la que casi no hablaban porque cada uno tenía sus audífonos, cada uno tenía un espacio armado en la música y el ciberespacio, por lo tanto lo que sabían del otro era lo que se publicaba. Esperé. No le pregunté a nadie más.

Vi a Laura en la mañana en la entrada del Instituto. Puedo hablar contigo, dije. Bueno, respondió ella un poco apagada, cansada como si no hubiese dormido en toda la noche. Cosa que no era extraña en mis alumnos. ¿Supiste algo del Flaco?, le pregunté. Sí, profe, dijo, está molido, en su pieza, nadie lo atiende, le sacaron la cresta en una pelea. Pensé que lo habían asaltado, pero Laura me dijo que no. Lo llevó a un samu. Entonces ¿Qué pasó? El Flaco boxea profe, dijo, yo no sabía, lo supe cuando lo fui a ver para saber qué le pasaba. El Flaco boxea pa ganar un poco de plata. Ahora, parece que perdió, o no sé, no me dice mucho. El Flaco boxeaba, pero era una imagen difícil, porque estaba su carne de por medio, y ya no era algo lejano y limpio, era un chico solo y una compañera le ayudaba y no tenía a nadie más, sus padres eran del sur o estaban muertos, no sabíamos mucho. Jugaba apuestas y ganaba un poco de plata, nadie sabía mucho cómo había llegado ahí. Ahora se me había abierto un panorama gigante. Le pregunté a Laura si necesitaba ayuda. El flaco necesitaba reposo.

Apareció unos días después repuesto y siguió el curso normal de su vida. Laura lo acompañaba a todos lados. No sé si eran pareja y si lo fueron nunca me di cuenta. Laura se acercó peligrosamente a mí y me acosté con ella. Era tibia y suave y me abrazaba y gemía. Anduvimos por algunos moteles. Pero fue solo eso. Pensé una tarde, en uno de esos moteles, cuando vi nuestras sombras proyectadas en la madera del suelo, somos fantasmas.

Ese año se fueron y no supe más de ambos. Mi vida dio algunos giros. Viajé, cambié de trabajo. Así Santiago nos tragó, nos hizo desaparecer. El hastío se hizo parte de mí. Fui a lugares solitarios dignos de suicidas. Varias veces lo pensé. Algunas otras recordé a Laura en los moteles de San Francisco. Su risa y la mía. Pero el Flaco brillaba, era muy nítido. Volvía involuntariamente a la memoria. Sobre todo por Laura, como si fuese parte de ella. No la puedo recordar sin recordarlo a él. Pero el tiempo y las ocupaciones son capaces de borrar cualquier huella. Comencé a perder su rostro, eran solo unos puños, unos puños que tocaban el aire con un movimiento demencial, porque el enemigo no aparecía, huía, se escondía en la sombra de una imagen. Y sin quererlo pensé que eso éramos todos, un montón de gestos en la memoria... un montón de gestos que nos hacían parecer dementes desfilando por la vida, como boxeadores inauditos.

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