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Encuentro con Parra (Crónica demorada) [Diego Trelles Paz]

Foto cedida por D. Trelles Paz


2011

Al balneario de Las Cruces, al sur de Valparaíso, llegamos sobre el final del viaje. Era 28 de julio, el día de la independencia del Perú, y la noche anterior, gracias a la amabilidad de los escritores Juan Manuel Silva, Claudia Apablaza y Simón Villalobos, acompañado por Álvaro Bisama, estuve leyendo mi primera novela en La Chascona, una de las tres casas-museo de Pablo Neruda en Chile.

Mi última vez en Santiago había sido la única. Tenía doce años y viajaba con mi familia por América Latina. Llevaba muchos años planeando este regreso pero lo único que realmente me ilusionaba era su motivación. Iría a Las Cruces. Le pediría ayuda a Alejandro Zambra. Una llamadita. Quizás algún recado. El enchufe amical que me permitiese tocarle la puerta sin temor. Si todo salía bien, conocería por fin al poeta Nicanor Parra. Ya tenía 97 años. Había que apurarse.

Desde luego, nada salió bien. Alejandro respondió tarde con un consejo que decía “anda nomás y pregunta en Las Cruces que todos lo conocen”. La cagada, me dije. No habría espera ni recibimiento. Tendría que acecharlo, salir a su encuentro. Si estaba de buen humor —añadió Zambra— accedería. Y eso era todo. Del imaginado pase vip a la casa del antipoeta en la calle Lincoln había pasado a la pista terrosa y sin asfalto del balneario de la que nunca salí. Mis únicas armas eran el fervor del discípulo y la suerte.

Iba a tomar un bus de madrugada hacia Valparaíso pero mi amiga Pamela Espinoza tuvo la gentileza de ofrecerse a llevarme. Manejaba la negrita, su colega. Nuestro destino, lo supe después, era la costa de los poetas: un litoral a 110 kilómetros de Santiago en el cual tres de los poetas más importantes de Chile habían encontrado su último refugio. La residencia de Huidobro en Cartagena quedaba sobre un cerro suntuoso que miraba hacia el océano. Su famosa tumba llevaba un epitafio que decía: “Aquí yace Vicente Huidobro. Abrid la tumba, al fondo de ella se ve el mar”.

Isla Negra, más que un balneario, parecía un pueblo levantado alrededor de Neruda. Cuenta el escritor Rafael Gumucio que Nicanor Parra residió durante décadas en la misma isla y “en broma decía que no le importaba ser el mejor poeta de Chile, con tal de que fuera el mejor poeta de Isla Negra”. Tras la muerte de Neruda en 1973, Parra se mudó más al sur, a una casa de rejas blancas y techo a dos aguas en la calle Lincoln, frente a la playa Las Cadenas. A nosotros nos lo dijo el primer transeúnte con el que nos topamos. Era albañil. Todos conocían al antipoeta que seguía manejando un volkswagen plateado. Zambra tenía razón.

El último golpe en la nuca

No tocamos el timbre. No quise. En el patio de la entrada, sobre el tapete fibroso, justo debajo de la puerta de madera pintada con un ANTI POESIA sin acento, dormía el perro negro de Parra. La casa era grande. Las paredes de la fachada eran de piedra y había una enorme palmera en el jardín frontal. Yo estaba más asustado que nervioso. Hasta hoy, siete años más tarde, revisando mis apuntes, intentando visualizarlo, sigo creyendo lo mismo que creía de adolescente: cuando uno lee a los que admira piensa que en realidad no existen, que son fantasmas.

Nicanor Parra llegó manejando su escarabajo. Nos vio a distancia y se quedó plantado, con las manos quietas sobre el volante. Nos miraba con desconfianza. Imaginé que ya estaba acostumbrado a esas visitas no solicitadas. Temí lo peor. No sé cuánto tiempo estuvimos midiéndonos. Yo miraba al piso pero alzaba levemente el rostro para comprobar que no se había ido. Cuando bajó del coche, mis amigas pudieron abordarlo. El joven escritor peruano que había viajado hasta Las Cruces para conocerlo, se aferraba a su edición de los Poemas y Antipoemas imaginando que por lo menos se la llevaría firmada. Cuando lo tuvo muy cerca —el poeta tenía unos bellos ojos celestes—, le extendió su ejemplar con la risueña devoción del fanático.

—Maestro, ¿me lo firma por favor?

—No.

“Estoy en contra del ecoturismo cultural” me explicó enseguida y, pese a mi rostro avergonzado, absorto mientras escondía el ejemplar de Cátedra que se derretía entre mis dedos, comprendí. Me había hablado el antipoeta, el eterno rebelde, aquel hombre furiosamente longevo que, dijo Roberto Bolaño, “escribe como si al día siguiente fuera a ser electrocutado”. ¿Qué esperaba? No me iba a firmar nada. Me iba a tomar el pelo con amabilidad (“Epa, ¡mira!, ahí va un viejo: anda y pídele un autógrafo”, me diría más tarde señalando a un anciano alegre). Y luego quién sabe qué haría Nicanor Parra, pero mientras yo lo tuviera cerca, no pensaba moverme.

Lo que vino después fue tan inesperado como emotivo. Le recordé esa crónica de Bolaño en la cual relataba cómo Parra le había mostrado la tumba de Huidobro desde su terraza y el poeta asintió; luego, apuntando su bastón hacia el sur, tuvo el mismo gesto conmigo: “Allá está. Estoy entre la tumba de Huidobro y la de Neruda. Ahora están todos bajo tierra. El único inmortal vive en Las Cruces” dijo riéndose. Yo enmudecí. No podía creerlo. Parra empezó de pronto a recitar de memoria un poema de José Santos Chocano (“un poema antichileno”) y luego Piedra negra sobre piedra blanca de César Vallejo. Recordó a Emilio Adolfo Westphalen (“hay un poeta peruano de nombre alemán”) y luego habló de Hamlet y de la locura del Quijote, de la admirable lucha de los escolares de Chile (“ahora es el tiempo de los pingüinos”), y del escritor anarquista chileno, González Vera.

Habló mucho Nicanor esa tarde y yo, intentando registrar en mi cabeza cada gesto y cada palabra, lo escuché todo. En realidad no fue una conversación. Fue un monólogo. Un soliloquio febril en el cual, a seis meses de recibir el Premio Cervantes y a siete años de partir de este mundo a los 103, el poeta vivo más importante del habla hispana, habló de la muerte: “Esta tarde me tomé una ducha de media hora. Treinta minutos allí bajo el chorro. Para gente de mi edad está el riesgo de caerse. Caerse y pegarse el último golpe en la nuca”.

Foto cedida por D. Trelles Paz

2018

Todavía hoy me sigo preguntando si Parra lo sabe. La negrita le pide una foto y él se la rechaza (“las fotos me perturban”) pero, en secreto, fingiendo arreglar su teléfono, ella se la toma igual. Él no lo sabe. Yo tampoco. Los dos miramos a la cámara con tranquilidad. Parece que posáramos. Cuando Parra se marcha, la negrita me la muestra como un trofeo de guerra. Sonrío como si recibiera el regalo anhelado. El ejemplar sin firma de Poemas y Antipoemas revive dentro de mi bolso. Soy un ecoturista cultural y no me importa. Este es uno de los días más felices de mi vida.








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