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Microcuentos [Jorge Polanco]




CAFÉ SUBTERRÁNEO

Alejandra fuma Marlboro rojo. Tiene tatuajes en la espalda y unas uñas negras que conjugan con su forma de beber vodka. Visita en las tardes el cementerio, y a veces dice que le da miedo desaparecer. Cuando habla de ello sus dedos alargados tiritan suavemente, remojando el vaso. Alguna vez me dijo que la memoria se repite en ella como a codazos en la oscuridad, y que quizás un día sin darnos cuenta moriremos de tanto pasado. No sé si aquello haya tenido que ver con los cementerios y sus grandes ojos pasmados a la luz de la vitrina, pero se quedó en la mesa del Café Subterráneo como si no sucediera nada, y el tiempo fuera entre nosotros un cúmulo de gestos inmóviles como una novela de Kawabata. Esa última vez que la vi se retiró de súbito y tras buscar mi cuadernillo azul, escribió en el margen: la primavera es una mano en la ventana.


HABLAR DE POESÍA

Dos poetas se encuentran sin conocerse en una librería. Uno revisa los libros de Borges, mientras el otro busca en los anaqueles algún indicio de Brodsky. Al observarlos, el vendedor se pregunta si acaso son los ladrones que no ha podido sorprender. Mientras cuenta el dinero del día, fingiendo leer un libro abierto, el vendedor mira de reojo y malhumorado. Quiere indicar algo para descubrir sus torcidas intenciones. Incluso cree observar ciertos códigos entre ellos, pero no les dice nada. En el fondo es una buena persona gastada con los años, a los que suma una cantidad de hojas en las que ya no cree. Los poetas continúan su cacería nocturna; se reconocen por lo que buscan, porque saben que no existe lector de poesía que no escriba. Pasan uno al lado del otro, espiando mutuamente en secreto sus libros, aunque saben también que es inútil hablar, porque de la poesía no se habla sin decir al mismo tiempo una trivialidad.

De: Cortes de escena
Isofónica
Chile, 2019


BUENA POLÍTICA

La casa del vecino había quedado desocupada. Con un amigo descubrimos una forma de entrar por la puerta trasera. Ingresamos y vimos los cables. En ese tiempo robábamos cobre para venderlo por kilo. Las cajitas telefónicas se veían útiles y se nos ocurrió conseguir un aparato. Avisamos a los amigos más cercanos de la población; hicimos llamadas a familiares, conocidos en regiones alejadas y, por último, a cualquier número inventado del extranjero. Comenzamos a cobrar por el uso del teléfono, sobre todo a los más chicos. La idea duró casi dos meses hasta que alguien hizo correr el rumor. Habíamos reunido suficiente dinero como para gastarlo en los juegos de video Samoa. Era tal la cantidad de fichas que podíamos pasar tardes enteras jugando después del colegio. Fue una manera inteligente de blanquear la plata y negar a toda costa los rumores. Pasamos algunas fichas a los vecinos de nuestra edad y a los más chicos los amenazamos con golpearlos si nos delataban.



2019

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