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También nosotros volamos papalotes, de Roberto Reséndiz Carmona

Las voces celestes de los desaparecidos 


por Jorge Arzate Salgado



Nada más doloroso que recordar y pronunciar el nombre de un desaparecido. El nombre, ya no como identificación administrativa sino como imagen amorosa del que ya-no-está, del que no se sabe nada, de aquel o aquella que dejó un vacío irreparable: un dolor: una sombra cercana: un amanecer secreto inundado de eso que es impronunciable. Ante la violencia queda entonces pronunciar sus nombres como ritual de búsqueda, como sonoridad que nos lleva a su evocación: llanto: “El mundo estaba lejos/ apenas supimos/ que el mar era un atajo del llanto”.

Nadie puede afirmar que esos desaparecidos están muertos, quizá, tal vez, de ahí esa duda que taladra el mundo como un sonido gélido; de ahí la temeridad de la decepción y el asco por el mundo: “El mundo estaba enfermo/ nosotros infectados”. Ante el silencio y el olvido está la voz del que no quiere dejarse vencer por la ignominia, la tardanza, la pesadez del tiempo, la burla del sicario. En el libro También nosotros volamos papalotes, de Roberto Reséndiz Carmona, nos presenta una voz poética poderosa, crítica y desconsolada ante la presencia silenciosa de los desaparecidos, los asesinados. Nos dice Reséndiz: “Tal vez/ las naves de papel/ naveguen/ entre las turbias lágrimas/ de los desaparecidos”.

Según reportes oficiales para marzo de 2019 sumaban más de 40 mil los desaparecidos en México; esto sin contar los más de 200 mil muertos producto de la guerra contra la delincuencia organizada en los últimos doce años. Estos números no expresan el dolor y la impronta moral que han dejado estos desaparecidos y asesinados. Más allá de sus efectos sociológicos, estas cifras representan la terrible situación de los que quedan vivos, lo deudos, hijos, madres, esposas, amantes; quienes como parte de su búsqueda intentan resarcir el vacío mediante la memoria.

El libro de Reséndiz es como una corriente eléctrica que nos sacude frente al drama de los desaparecidos y asesinados de forma violenta; de los que se han ido de manera arbitraria e impune. Por eso ante la sinrazón del vacío hay una rabia contenida, un horror, un asco ante un contexto violento; el tiempo de la impunidad es un tiempo podrido: “Nos arrancaron los ojos/ los dientes/ las uñas y los sueños.”.

El poema funciona como conjuro y ritual contra un tiempo maldito, que es el tiempo de la impunidad; más que catarsis busca una sanación ante los saldos de la violencia y sus efectos en los que quedan vivos, amando, buscando, añorando al que ya-no-está. Quizá por esto, al final de la lectura de este poemario aparece un sentimiento de zozobra. Si bien el poema, de forma intrínseca es una denuncia, su verdadero sentido político es de naturaleza moral: es un canto que rechaza el mal como mecanismo, como sistema, como forma de vida: “Todos aquí/ estamos muertos/ el barro/ sabe a sal/ al galopante destierro de la milpa.”

También nosotros volamos papalotes es un libro construido a fuerza de hermosas y luminosas imágenes: “sabemos/ que algún día/ regresaremos a caminar por la azotea/ a recordar la luna en su creciente/ en la tibia cotidianidad/ de una naranja.”. En este sentido las imágenes de luz suponen una actitud no de resignación sino de esperanza; por lo que no es un libro de obscuridad sino de reconciliación. Estamos ante una poética de paz en la medida que busca recobrar la humanidad de los que no-están y al hacerlo busca reestablecer el orden de la condición humana, de nueva cuenta, tanto de los que quedan, como los que ya-no-están.

En estos textos existe una poética de paz que se niega a la normalización de la violencia directa, sobre todo de la muerte como violencia arbitraria e impune: “Maldita sea la indiferencia/ y la estupidez de la barbarie/ las barrancas removidas/ entre el calor de las azadas”: “A ojos vistos/ un país con amnesia es desangrado”. Nombrar los nombres de los que no-están significa buscar una verdad negada: “Los huesos/ tienen nombre”. No existe esperanza para los seres innombrables.

Como herramienta contra el mal y sus efectos devastadores, Reséndiz propone la memoria como ineludible recurso frente al olvido, tanto, de los hechos trágicos e impunes como de los muertos y desaparecidos. No es la memoria infinitesimal del memorioso de Borges o aquella fractal del científico social; sino la memoria del que ama, del que sufre el vacío de la no-presencia, del que respira pero no puede conciliar el sueño mientras haya esperanza; se trata de recobrar la memoria como otra forma de tiempo. La muerte es la ruptura del tiempo de la vitalidad; por su parte la memoria, a pesar de su delgada desnudez, es el puente que nos une, que nos re-une, con ese tiempo esencial del amor hacia el que ya-no-está.

La memoria como puente hacia un tiempo de lo emblemático es también un descanso, una cura, un bálsamo; entonces la palabra poética se asume como canción que busca reestablecer una unidad con lo amado; en este sentido el poema se coloca en un más allá del discurso moral para producir un efecto de sanación; inclusive, se coloca en un más allá de su sentido como discurso político de paz para generar una luz ante la muerte: "También nosotras/ colgamos flores y papel picado/ trazamos/ caminos de sal/ frutas en conserva/ agua/ y un poco de pan para el difunto.”

Para producir reconciliación, como restablecimiento de lo roto, no queda más que nombrar y recordar el mundo como fue en su cotidianeidad amorosa. Esa memoria como conciencia crítica, valga decir, como economía política poética: como discurso no fundado en la lucha de clases sino en el rescate de lo esencial que al nombrarse, al rememorarse, produce una poderosa crítica a la violencia al definirla como no-humana.

Si bien Reséndiz sentencia: “todos somos malditos/ todos/ estamos malditos”: “Todos aquí/ estamos muertos”, es porque no acepta esta condición de malditos. Al final de cuentas lo importante es revertir tal condición; trocar el tiempo maldito por el tiempo de la vida: “Denostar/ rechazar la parte del abismo/ en que pudieron colocarnos/ repeler/ la herida de la bilis/ el pavor/ al animal que nos llevó hasta adentro.”

En algún momento del poema los que ya-no-están toman voz; son Pedro Páramo o Susana San Juan o Juan Preciado rememorándose en un tiempo vacío: "Sin nombre/ ni apellido/ intento rescatar crepúsculos/ reordenar la huerta/ las cosas que dejé/ la cerca/ saber/ que hay horas de café sin prisa/ que extraño/ los tabachines de la plaza”. En ese momento álgido, ellos, sus amorosos fantasmas, se encarna al mundo-de-la-vida al recordarse y pronunciarse: “También nosotros/ fuimos niños/ volamos papalotes”. Aquí al rememorarse se enraízan en el corazón del mundo y en el alma de los vivos.

Los papalotes son mariposas de papel en las manos de un niño sonriente, el aire su marea, su vibración resulta una ola de un tiempo hermoso. Los papalotes son las almas que revolotean un cielo intangible en el mundo náhuatl. Gracias a esta doble alegoría, Reséndiz nos ubica en un tiempo dual mesoamericano; vida-muerte. Tal vez este juego del tiempo nos recuerde que no debemos claudicar ante la muerte y sus sicarios, que debemos proponer otro tiempo; con lo cual es importante nombrar a los que ya-no-están para librarnos del mal y ese viento terrible de la violencia y su arbitrariedad.

De nueva cuenta, Roberto Reséndiz nos regala un poema agudamente crítico a la vez que esperanzador, es decir, fincado en la creencia de que la condición humana debe ser afirmada por la poesía como un discurso alternativo, coherente y moralmente poderoso en contra de la muerte y la violencia(s): “Me gustaría/ degustar un copo de nieve/ en la última pared del mundo/ aprender/ cada brizna de memoria/ caminar/ en diversas direcciones/ y espantar del mundo/ la tristeza.”.



También nosotros volamos papalotes
Roberto Reséndiz Carmona 
Editorial Diablura
México, 2019

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